Hay una expresión carpetera que siempre la he odiado. No sé quién será el maravilloso genio al que se le ocurrió soltar semejante gilipollez (me informaré) y sé que tiene su sentido y su lógica si lo interpretas como esa mente clarividente pretendía que lo interpretásemos. Ahí va la joya (la literalidad no es lo mío, pero la frase no creo yo que tenga demasiado copyright):
“Si realmente amas algo (o a alguien) déjalo ir. Si regresa, será tuyo para siempre. Si no, es que nunca lo fue”. Bueno, viene a decir algo así.
¡Menuda gilipollez! Si realmente quieres algo… no seas tan imbécil de dejarlo ir!!!! Hola, dejo a mi novio para ponerlo a prueba, porque es que si vuelve es porque me quiere, me adora y soy su reina mora!!!! Qué ingenuidad. Si realmente quieres algo, lucha por mantenerlo a tu lado!!! Sea lo que sea. No pretendas que vuelva a chuparte el culo.
Tengo un cuento muy precioso que voy a escribir ahora mismo. Va por quienes se han permitido el lujo de “dejarme ir” jajajaja. Es lo que queda, ciclo reflexivo. O eso, o leyes.
Érase una vez, un niño muy rubito él, con el pelo cortado a cacerola y con flequillo. Y tez sonrosada también. No era mala persona, tenía hasta sentimientos humanos, pero era hijo único y lo habían acostumbrado a tener siempre lo que quisiera. “Eres un chico triunfador” Les decían sus orgullosos papás una y otra vez.
Un día estaba este chico en cuestión (Manolillo se llamaba) asomado al balcón de su casa con su chándal del Prepotentes F.C., tomando un zumo de naranja y escuchando los Cantacuentos. Y llegó a su balcón una preciosa gorrioncilla (con clase y estilo, de las que molan) que, graciosamente, se posó en su mano. Manolillo pensó: “Qué cosa más bonita, qué estilo, qué clase, qué forma de volar siguiendo los designios del viento y hasta canta como los ángeles. Esta gorriona mola, yo la quiero para mí”.
Pero, claro, ya hemos dicho que era un poco ombliguillo del mundo, y sus reflexiones siguieron hasta otros derroteros:
-“La quiero para mí, me entretiene su canto, me gusta el color de su plumaje, podría cerrar la mano y quedármela para siempre” “Pero… sólo tengo una jaula (caja de cartón o sucedáneo) si me la quedo y llega otra que me guste más y me entretenga otro rato con su canto… ¿qué voy a hacer?”.
El astuto chico, queriéndolo todo, decidió darle alpiste a su gorriona y que se quedara un poco más con él, pero que luego se fuera, esperando a que llegasen unas pocas más que le alegrasen la tarde con variados acordes. Pero se acordaba de ella, no lo podía evitar, era especial, así que la tenía contenta dándole pedigree-ave cada vez que necesitaba de su compañía y su reconfortante trino.
La gorrioncilla (que era un pobre animalito noble y no una pájara como las otras) se contentaba con el alpistillo y el rato de compañía que le prodigaba, cuando tenía a bien, ese chico tan rubio, tan simpático y tan monísimo. Pero le dolía que, cuando acababa el alimento, el pequeño Manolillo se olvidase de ella.
“Pobrecito, es que es mu chico” Se decía a sí misma. “Algún día crecerá y verá que las otras desafinan, que ninguna canta como lo hago yo, y que el color de sus plumas es muy hortero”.
Así fueron pasando semanas y semanas… Había días en que la pobre ave se encontraba el balcón cerrado y volvía a su nido con la cabeza gacha, otros se iluminaba la luz de sus ojillos al ver que Manolillo la esperaba…
Pero eran demasiados días, y tenía que volar durante mucho tiempo para llegar al balcón y todo por un puñado de alpiste.
Se cansó, se cansó de sacrificar su tiempo de vuelo, de sortear corrientes de aire, perdigonazos de los niños malos que se encontraba por el camino… “Seguro que más cerca encontraré a algún alma caritativa que me dé de comer, que no me cierre la ventana cuando vaya a visitarle, que valore mis notas musicales como algo especial, ya que lo son”.
Y empezó a ir cada vez menos a menudo, ya que el alpiste de Manolillo le sabía cada día más a caridad, a egoísmo, a costumbre de saber ser el único espectador de la más grande cantarina del parque. Algunos días no podía resistir la tentación y volvía a comer de la mano de aquel niño, al arrullo de bonitas melodías: “Soy una taza, una tetera…”
Pero eso ya no le llenaba, sabía cuál era su sitio, y que tarde o temprano, al niño le comprarían un perro, un gato o una serpiente y se olvidaría de ella.
“¿Realmente me merece la pena?” Se repetía una y otra vez.
Hasta que un día se aburrió, se aburrió del alpiste (que ya sabía a rancio), se aburrió de luchar contra corrientes a cambio de un rato de compañía y se aburrió de la amenaza que constituían nuevas mascotas… Y dejó de ir.
Manolillo, al ver que no iba, empezó a esperarla. Pero no llegaba. Empezó a echarla de menos, a recordar que realmente su plumaje era único, su trinar especial… Pero no llegaba. Y empezó a valorarla y a sentirse triste por su propio egoísmo.
“Quería tenerlo todo y no me daba cuenta de que ya lo tenía. La tuve comiendo en la palma de mi mano, sólo tenía que cerrarla y tenerla para siempre. ¿Por qué no lo hice?”.
FIN
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