Las estrellas van ensartando punto a punto el cielo negro con una estela de minúscula luz a millones de años luz de distancia. No sé si nos miran o nos vigilan. Prefiero ver la parte poética del cosmos, esa que veía cuando era pequeña y me quedaba embobada mirando hacia arriba, cuando estaba aburrida en verano, en un bar con mis padres; pensaba que eran pequeñas luces puestas en una gran carpa que era el cielo, a veces pintada de negro, a veces de celeste, a veces de gris. Qué bonita manera de simplificar el mundo la de la mente infantil. Días felices. Ojalá todos los niños pudieran disfrutar de esa ignorancia tan honesta y sincera.
Mientras, nosotros nos quedamos boquiabiertos. Tanta dicha es difícil de asumir y soportar sobre los hombros sin salir volando de felicidad. Si tú te vas volando yo te sujeto para que sigas con los pies en la Tierra. Tú ídem. Mientras, unas burbujas asoman por el borde de un vaso prestado. Ni copas caras, ni cristal de bohemia. Un vaso normal y corriente nos basta para bebernos una noche de risas, recuerdos y sueños como si fuera el mejor de los tragos.
Sin querer asoma el silencio. Todo queda en nuestra cabeza, en nuestro entretejer neuronal, donde se van almacenando los pensamientos. Me imagino a miles de enanitos que trabajan sin parar para dejar todo bien guardado en mi disco duro. Tengo tantas cosas que recordar que me esfuerzo en grabarlas una a una mentalmente, sin reglas mnemotécnicas ni métodos milagrosos, sólo es un impulso de deseo de no olvidar ni un instante contigo.
A veces las palabras sobran. Un roce de tu piel y un leve beso en los labios tibios son suficientes para transmitirme el mensaje. Ojalá el tiempo se detuviese. Todo parado. Hasta que volvamos a querer reanudarlo, con unas risas por ejemplo...
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